Era viernes después del medio día — o lunes, o jueves, hace tiempo que todos los días tenían la misma cara— en cada parte del trayecto él mantenía el cielo bajo vigilancia, sabía que la caída de la primera gota implicaría el cambio radical de planes.

No quería arriesgarse, las actividades que vendrían a continuación eran de suma importancia para él y hacía días que no podía realizarlas por motivos ajenos a su voluntad. Así que monitoreaba todas las fracciones de cielo que el trayecto le permitiera observar.

Un giro de semáforo a la izquierda le mostró lo que se temía: un remolino intrincado de nubes grisáceas, unas más claras que otras pero haciendo el baile que saben hacer las nubes cuando entre más se juntan más oscuras se vuelven.

Alarmado comentó la situación a su bella acompañante y conductora del automóvil quien fijada la mirada en la vía, seguramente estaba siendo ajena a la situación celestial que se desarrollaba justo sobre sus cabezas. 

Guardaba la esperanza de encontrar una solución, esa mujer había demostrado en los últimos seis años ser de mucha ayuda en momentos de crisis, resolviendo problemas constructivos y sobre todo tendiéndole sus brazos cada vez que la desesperación o la tristeza lo acorralaban.

¿Qué hacemos? ¿Será que va a llover?— dijo

Mmmm… se están poniendo muy oscuras las nubes— dijo ella, a lo cual él pensó sin decirlo como la mayoría de las cosas que se piensan y jamás se dicen,  “eso ya lo se, por eso precisamente te lo he preguntado”

Es posible que llueva amore— continúo ella— sopla, sopla las nubes para que se vayan. Tu puedes hacerlo yo no.

En ese momento vino a su recuerdo aquella práctica ancestral entre chamánica, esotérica, poética y seguramente ficticia que se practicaba en su familia desde hace tantos años, sobre la cual él ni conciencia tenía cuál podía haber sido el primer primogénito en soplar las nubes para que se fueran, para alejar la lluvia. Un poder extraño que tenían sólo y únicamente los nacidos de primeras para padre y madre, cuestión que algunas veces le parecía poco justa pero que constituía el único comportamiento cercano a un súper poder que le habían otorgado en todo lo corrido de su existencia, entonces decidía dejar la injusticia de lado y disfrutar de sus súper dones sopladores de nubes negras.

Renglón seguido a la invitación a soplar, la mujer abrió la ventana superior del auto de par en par, para dar espacio a la ejecución del ritual.

El llenó toda la capacidad de sus pulmones de aire, recordando la manera en que soplaba lejos las nubes de lluvia en la casa de campo de su Nonno; sabía que tenía que soplar con fuerza y determinación, con ganas como si realmente quisiera que las nubes se fueran para otro lado y le permitieran tener la compañía del sol, aliado perfecto para ejecutar esas actividades que tanta importancia tenían para él. Llenó sus pulmones de aire sintiendo como se inflama el estómago, el pecho, los costados de su espalda. Cerró los ojos y…

¡No sale nada! Esta cosa no me deja, ¿me la puedo quitar?— dijo

¡Ah, qué pesar! Es cierto, lo había olvidado— dijo ella mientras al ritmo de cada una de sus palabras cerraba la ventana superior.— no, no puedes quitártelo, no por ahora, es la ley. Tendrás que soplar desde la ventana al llegar.

Pero mamá… si llueve no podré ir al parque— dijo él con ganas de llorar en la voz, a la espera de una solución.

Mi cielo, no podemos quitarnos el tapabocas, por ahora no se pueden soplar las nubes— dijo.

Las gotas de lluvia comenzaron a caer como si fueran globos rellenos de agua estallándose en el panorámico del  carro, una tras otra, una tras otra, mientras en la silla de atrás se oía una murmuración de dientes apretados:

Odio el tapabocas, odio este virus. — y con la lluvia llegó también el llanto.

 Alejandra Ruíz Gómez    
 Enero 9 de 2021  
 Bogotá, Colombia  

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