Era la 1:11 de la mañana. Hacía muchos, pero muchos años que no estaba despierto hasta estas horas de la madrugada. Ni siquiera podía con facilidad, recordar la última vez. Tal vez en el matrimonio de su hijo menor, tal vez en la última fiesta de año nuevo a la que asistió en el pueblo; ambas hace más de 25 años.

Lo último que bajó de la pared, fue ese reloj; ese reloj que marcaba exactamente la 1:11 de la mañana. Mientras lo sostenía en sus manos el tiempo se detuvo momentáneamente, y como en las películas, la memoria comenzó a navegar aceleradamente hacia atrás viendo las diferentes escenas pasar una detrás de otra a velocidad máxima. No, no se estaba muriendo, estaba simplemente regresando en el camino de la memoria al momento en que había construido con sus propias manos ese reloj.

Se vio sentado, en el banco de trabajo, riendo a carcajadas con su amigo Suizo mientras sobre un papel de bocetos que envolvía la mesa completa, hacían los trazos gruesos de las piezas de madera dentada que servirían para armar el reloj. La madera calada era su especialidad, su pasión, su único amor verdadero. La de su amigo, aunque pueda sonar muy cliché, eran los relojes.

Ese reloj debía tener unos cincuenta años mal contados. Cincuenta años de estar allí en esa misma posición, de ver la realidad únicamente desde ese punto de vista; cincuenta años de dejar que el tiempo pasara a través de él (literalmente) para hacerlo ver a otros. 

¿No es esto lo que al final hacemos todos? Dejamos que el tiempo nos atraviese mientras nos mostramos a los otros, envejeciendo, secándonos…—pensó.

Con el reloj aún en las manos suspiró profundamente, uno de esos suspiros que parecieran no tener fin, como si el aire una vez aspirado, bien acomodado, reclamara quedarse dentro del cuerpo para siempre. Lentamente lo envolvió en papel periódico, como ya había hecho con las miles de piezas de madera calada que por tantos años adornaron las vitrinas de su tienda. Lo cubrió con las dos manos y lo apoyó en la última caja que faltaba por cerrar.

Un tapa hacia un lado, una tapa hacia el otro, la cinta transparente atravesada sobre el centro y ya está. Una caja más para el camioncillo que llegaría en pocos minutos para transportar las no mas de quince cajas a la bodega de su casa en la montaña. Quince cajas, las contó una y otra vez como sin querer creer que fuera posible meter tanta historia, tanta vida, tanto tiempo en tan poquitas cajas. 

Por último, antes de cerrar la puerta por última vez, sacó un papel blanco de tamaño regular lo partió en la mitad y tratando de que su mano no temblara demasiado mientras escribía, por los años y las lágrimas, escribió: negocio en venta.

Alejandra Ruíz Gómez
Septiembre 12, 2024
Merano, Italia

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