Ese día se paseó por las mismas calles por las que caminaba todos los días de su vida. En varias ocasiones se cruzó con vecinos de la zona con quienes cordialmente se saludaba a diario, sin detenerse, sino con un gesto de la mano, una expresión de la cara, una palabra corta emitida con la voz de un lado de la acera al otro. Saludos de gente del norte, concretos, puntuales y suficientes.
Ese día, salió de su casa y a los pocos metros se encontró al señor Egger, le hizo un gesto con la mano como de costumbre, pero el señor Egger siguió caminando y rumiando sus pensamientos sin dar ningún tipo de respuesta.
—-Debe estar teniendo un mal día—pensó.
Siguió caminando en dirección a su almacén de zapatos, cuando comenzó a llover. Él podía ver las gotas de lluvia que caían en el pavimento, pero por alguna razón no las sentía, o al menos no las sentía tan intensamente como los otros transeúntes que comenzaban a abrir sus paraguas y a esconder sus cabezas detrás de los periódicos locales que hacía pocos minutos estaban cargando debajo del brazo.
—Esta chaqueta verdaderamente es buena— pensó casi en voz alta, y siguió caminando.
Bajo la lluvia intentó saludar nuevamente a unas cuatro o cinco personas, que así como el señor Egger, siguieron su camino sin siquiera hacer una señal de respuesta.
En la última esquina, antes de llegar a su almacén de zapatos, donde se encontraba la ferretería, estaba su amigo Peter; amigos de infancia innegables. Si había alguno que podría saludarlo indiferentemente de su estado de ánimo o del estado del clima, era él.
Caminó un poco acelerado hacia la entrada, ya comenzaba a sentirse nervioso de su percibida “invisibilidad”. Cuando atravesó la puerta habían dos clientes esperando a ser atendidos y un tercero en plena conversación con su amigo Peter. Para no interrumpir el flujo de las ventas, hizo lo que siempre había hecho cuando su amigo estaba ocupado, se encaminó por la puertecilla abierta de la derecha para quedar detrás del mostrador y esperarlo allí hasta que se desocupara, sin interrumpir.
Peter era un hombre de muy buen carácter, pero si había algo que lo hiciera enfurecer repentinamente, era que lo interrumpieran mientras estaba atendiendo un cliente, odiaba olvidar la conexión de los hilos en la conversación y las interrupciones tenían ese efecto en el: los hilos se iban para siempre.
Mientras observaba, le llamaba la atención que cada cliente que pasaba en frente al mostrador repetía las mismas palabras —lo siento verdaderamente, lo vas a extrañar—. Y ahora que observaba con detenimiento, la expresión en la cara de Peter era particularmente triste hoy.
Muy pronto quedaron servidos el cliente número dos y luego el número tres. Cuando salieron del almacén, Peter apoyó la parte superior de su cuerpo en el mostrador hundiendo su cabeza entre los brazos cruzados. Comenzó a sollozar suavemente, así como sollozan los hombres que jamás aprendieron el derecho a llorar libremente.
Todo parecía tan, pero tan extraño… —¿quién habrá muerto?—se preguntó mientras caminaba hacia su amigo, quería darle una palmada en la espalda para dejarle saber que no estaba solo, para dejarle saber que aunque no comprendiera su tristeza, estaba allí para el.
Cuando estuvo a menos de dos centímetros de él, se sorprendió de que no girara su cabeza hacia él, seguramente para ese entonces ya debía haber sentido su presencia; posiblemente la tristeza era tan grande que estaba muy concentrado en ella. Alzó su mano derecha y la dirigió hacia la espalda de su amigo del alma, como tantas veces lo había hecho durante estos años de amistad, y con una ligera fuerza y mucha intención, la agitó para darle un par de palmadas de saludo y de consuelo.
Algo extremadamente extraño sucedió, ese día: ¡su mano no se detuvo en la espalda de su amigo, sino que lo atravesó por completo! como si fuera hecho de viento y hojas… intentó de nuevo, y otra vez de nuevo, y veinte veces más. Nada.
Mientras sucedían todos estos intentos fallidos, mientras su mente estaba casi enloqueciendo para poder explicar lo que allí acontecía, su amigo Peter se levantaba lentamente del mostrador dejando ver apoyado sobre él, empapado en lágrimas, un pedazo del periódico del día de ayer.
Una foto suya, no de Peter, suya. Se acercó para leer: “Descansa en paz Alan McCormick, amigo del alma, extrañaré para siempre tu saludo en las mañanas…”
Fin.
Alejandra Ruíz Gómez
Merano
Agosto 4, 2024
Te quiero, escribes tan pero tan bonito. X
🙂