Es la 1:17 de la tarde y estoy sentada en el café de siempre, que después de 1 mes de estar cerrado durante el invierno, vuelve a abrir las puertas a sus clientes. Estoy aquí sentada tomándome un aperitivo y escribiendo mis not-so-morning-pages pero, ¡a quién le importa verdaderamente si la mañana ya se acabó! Estoy aquí sentada y eso es lo que vale. Hoy también llegué tarde a mi clase de Alemán, pero llegué, y eso es lo que vale.

Seguramente existirán otros momentos de la vida para la excelencia, pero este no es uno de ellos y hoy quiero sentirme suficiente con haberlo logrado, con haberlo hecho. Punto.

A mis 43 años creo que el concepto de excelencia me ha jugado a favor en muchos momentos de la vida, pero en otros muchos terriblemente en contra. El concepto de excelencia no debería ser afirmado en nuestros valores o en nuestro comportamiento o carácter, como el de honestidad o el del respeto, cosas que uno buscaría tener siempre sí o sí. En cambio este concepto de excelencia debería venir con un botón de graduación, como esos del volumen, para que uno pudiera graduar la intensidad de acuerdo a cada situación que se le presenta a uno en frente. 

Por ejemplo— y más de uno hará cara de “esta vieja esta muy loca” con lo que estoy por decir— cuando le cambio los pañales a mi hija, no necesito que el pañal quede puesto a nivel de excelencia, nivelado a lado y lado, con las cintas centradas y todos los elásticos ajustados correctamente…no es necesario (aunque muchas veces lo haga).

Pero más allá de ese ejemplo exagerado, quiero hablar de esos momentos de la vida en que la existencia nos pesa. Esos momentos de la vida en que casi que se necesita una retro excavadora para sacarnos de la cama, para ponernos de pie, para salir de la propia casa… 

En esos días la excelencia nos juega en contra, se vuelve como un bulto más de cemento fraguando sobre nuestra cabeza, impidiendo que nos movamos. Un peso absurdo que nos grita en el oído: “si no lo vas a hacer bien, mejor no lo hagas”. Y efectivamente cuando oímos esa voz nos quedamos más paralizados que antes, nos dejamos fusionar con el bulto de cemento fraguando y nos petrificamos junto a él.

Qué bonito sería que en lugar de oír eso, la excelencia, con su botón de graduación de volumen, pudiera en algunos días decirnos: “hoy vas a hacer lo mejor que puedas, y va a estar bien”.

Entonces no sería más un pesado bulto, sino una mano invisible que nos acaricia la cabeza dulcemente, una mano extendida que nos invita a seguir haciendo el esfuerzo así éste no sea el mejor de los días, así las fuerzas no sean todas, así las ganas sean verdaderamente pocas. 

Y entonces la excelencia nos podría susurrar en una mañana gris y triste: “haz lo mejor que puedas hoy, será suficiente”, e inmediatamente aparecerá el monstruo de la mediocridad gritándonos en el oído una cantidad innombrable de sin sentidos, como si la vida misma se definiera por este momento, este preciso día, este instante en que no nos sentimos con fuerzas de dar el máximo de nuestro potencial real, sino el máximo de nuestras fuerzas actuales, las de hoy. 

A mí me gustaría ver cómo la excelencia le da una patada cuesta abajo a la mediocridad, o mejor, porque es la excelencia, le pide con cortesía que se vaya del recinto y deje de incomodar a los presentes. Ese es el poder que deberíamos otorgar a la excelencia, el poder de ayudarnos a ser mejores cada día, no siempre, no todos los días, no de manera permanente… ser mejores de lo peor que podríamos ser. Llegar tarde a la clase, en lugar de no llegar; enviar ese correo así no tenga toda la información; hacer esa llamada así aún tenga dudas; salir de esa cama así no tenga plan; abrir la puerta de casa y caminar así no tenga rumbo. 

Acabo de instalarle un botón de graduación a mi excelencia con este escrito, y cómo ya lo tiene instalado, voy a bajarle el volumen, a terminar con las últimas palabras que quieren salir de mi, sin revisarlo tanto y a dedicarme a tomar mi aperitivo, porque es lo mejor que puedo hacer hoy, en este preciso momento.

Alejandra Ruíz Gómez
Marzo 5 2024
Merano, Italia

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