Como pasa en muchas situaciones, el alumno supera al maestro. Y más que superar, el alumno es quien enseña al maestro. Sucede con los mentores todo el tiempo. Aprendemos mucho más de nuestros mentees de lo que ellos aprenden de nosotros. En esta ocasión mi hijo me enseñó una lección de creatividad brillante con sabor a galleta de jengibre.
Era nuestra temporada de hacer galletas, la época navideña. Una costumbre que se me pegó después de haber vivido en el antiguo continente en zonas donde la navidad llega con nieve, los hijos no tienen niñeras y las mamás nos las ingeniamos para tenerlos distraídos en los oscuros y fríos días.
Una costumbre que, debo reconocer, no me viene de ninguna manera natural. De niña me gustaba mucho hacer postres, tortas, pies y demás recetas de dulces que se atravesaran por el camino de la oportunidad, es decir todo aquello para lo cual tuviera o pudiera conseguir los ingredientes. Creo que disfrutaba ampliamente del tema hasta que después de un par de tentativos de desmayo llegó la noticia de mi hipoglicemia y me vi forzada a anular el azúcar del menú cotidiano. Creo que de alguna manera inconsciente, como la mayoría de cosas que suceden en nuestro interior y cambian nuestro comportamiento, decidí que no me gustaba preparar dulces, postres o sus derivados. Y la realidad es que en la mayor parte de mi vida adulta no es una actividad que disfrute de manera amplia, ni mucho menos una actividad que busque a voluntad como un medio de esparcimiento y de lejos tiene el potencial de convertirse en un “hobbie” en mis manos. En definitiva, las contadas veces en que me he “lanzado al ruedo” de la cocina de postres, tortas y demás en mi vida adulta, ha sido impulsada por la motivación de hacer algo bonito por otros. Principalmente por mis hijos.
Es así como las temporadas de horneados dulces en las anualidades de mi vida, desde que mi hijo mayor tiene dos años, se reducen a dos momentos claves: cumpleaños y navidad. Y si queremos ser fieles a la realidad, actualmente son tres momentos en total porque no se puede dejar por fuera el cumpleaños de mi segunda hija.
En esta temporada de galletas decembrinas sucedieron dos cosas sorprendentes. La primera y menos impactante de todas, es que finalmente me anime a hacer la tarea completa y preparar la glasa blanca típica para decorar las galletas de jengibre. Puede no sonar muy sorprendente a simple vista, pero si se tiene en cuenta que mi hijo mayor ya va bordeando los diez años y que desde que tiene dos estoy preparando estas mismas galletas en esta temporada, se logra saborear un poco la sorpresa de este acontecimiento.
La segunda cosa que sucedió sí es verdaderamente sorprendente y espero que algún día mi hijo de adulto, pueda leer estas letras para que se sonría y siga abrazando su maravillosa capacidad creativa.
Cuando las galletas terminaron su proceso de horneado, y se aclimataron un poco, cada uno tomó una bandeja llena de galletas y sentados en la mesa del comedor comenzamos a decorarlas con la mencionada glasa blanca. Cada uno con un tubo de esos plásticos transparentes y flexibles, en forma de cono que se rellenan y luego se cortan en la punta para dejar salir la glasa de acuerdo a la presión que en ellos se ejerza. ¡Eramos dos pasteleros profesionales concentrados en nuestra labor! Las galletas tenían toda suerte de formas porque las habíamos cortado con ayuda de mi hija menor (actualmente con dos años), y en medio del estupor del momento, el padre se emocionó y trajo todos los moldes corta-galletas que teníamos a disposición en casa. Así que había estrellas, corazones y hasta tréboles acompañando a los tradicionales hombrecitos de jengibre.
Yo me enfoqué en mi tarea, poniendo ojos, nariz y boca a cada hombrecito, sin olvidar por supuesto los icónicos puntitos que les sirven de botones. Continuaba igualmente a observar a mi hijo que estaba sentado en frente de mí, para verificar si necesitaba ayuda con algo, si su aplicador de glasa estaba funcionando correctamente o si requería otro tipo de apoyo. Cuando llegaba casi al final de mi bandeja, y él iba apenas en una cuarta parte yendo a la velocidad que van los niños cuando disfrutan una actividad; pude observar que comenzaba a decorar un hombrecito de jengibre de manera diferente. Al inicio pensé en decirle algo similar a: “hijo, le estás poniendo los ojos muy abajo” o “no amore, los ojos no van ahí”. Pero por fortuna mis años de entrenamiento en creatividad hicieron que mi mente le ganara en velocidad a mi lengua y me quedara callada observando.
Desde mi punto de vista no podía entender qué estaba dibujando el con la glasa sobre el hombrecito de jengibre, pasé por varias teorías, creyendo que posiblemente estaba tratando de interpretar un hombrecito de lego o de la guerra de las galaxias que por esta época de su vida son los temas principales. Y finalmente me quedé observando de a ratos mientras terminaba mi bandeja.
Cuando terminó su obra maestra se paró orgulloso y me dijo emocionado en su bellísimo italiano, “¡guarda mamma, ho fatto una rena!” (mira mamá hice un reno). Un reno, perfecto clarísimo, construido sobre la misma galleta que había sido horneada para convertirse en un hombrecito de jengibre. Un reno indiscutible, que me regaló una bocanada de aire fresco demostrándome una vez más que los límites a la creatividad humana los creamos nosotros mismos, con nuestras visiones estrechas, con nuestras ganas de imponer una función permanente a cada cosa y cada acción, con nuestro vicio de aferrarnos a lo conocido y obstaculizar la exploración de lo nuevo.
La creatividad, como muchas veces lo decía mi mentor, es la capacidad de encontrar libertad dentro de las limitaciones. Y mi hijo, transformó un hombrecito en un reno, sin esfuerzo, sin angustias, sin presiones. Simple y llanamente ejerciendo su capacidad cerebral máxima, en un contexto que no lo cuestionó, que no lo corrigió, que le permitió explorar para luego cuestionar y no al revés.
¿Cuántas posibilidades de transformar un hombre de jengibre en un reno tienes en la realidad que te rodea hoy? ¿Cuántas cosas podrías ver con ojos nuevos y permitirte transformarlas con un poco de exploración libre de juicios? Las limitaciones no son un obstáculo para la creatividad, son precisamente el lienzo donde podemos verla brillar con mucha más fuerza.
Alejandra Ruíz Gómez Enero 16 de 2024, Merano, Italia