Suena absurdo, pero entre más nos acercamos a la muerte, entre más viejos nos hacemos, empezamos a actuar con más calma; con excesiva cautela, como si el tiempo no tuviera ningún significado y lo tuviéramos en una abundancia intolerable…” (Alejandra, 1998)

Esto lo escribí hace años, tantos años hace cuando aún no me acercaba ni a metros a comprender el concepto del momento presente. Me parecía entonces tan absurdo que todo se hiciera más lento en la medida que se acercaba la hora final; era para mí una gran contradicción y por qué no decirlo, un gran enigma. Me causaba algo de impotencia incluso, unas ganas de gritarle a los mayores: “muévanse más rápido que el tiempo se les acaba… ¡lo van a desperdiciar!”

A mí que en ese entonces no me alcanzaba el día para poder invertir toda la energía que tenía y hacer todos los cientos de cosas que quería hacer. No me alcanzaba el tiempo por más que corría y corría, y hacía y hacía. Pero poco sabía que el tiempo no se mueve ni ayer ni mañana, se mueve hoy; y para mi pesar en esa época yo no estaba nunca, podría haber dicho casi nunca, pero eso sería mentir, no estaba nunca en el aquí y el ahora. Estaba adelante o atrás, como un control remoto dañado que permanentemente se mueve pero no se detiene nunca en la reproducción del minuto presente… entre “fastforward” y “rewind” incesantemente. Construyendo castillos de arena para el futuro, y recordando castillos caídos en las arenas del pasado, en una oscilación constante, sintiendo que no me alcanzaría la vida para hacer todo. Sintiendo que los segundos eran escasos incluso contándolos por adelantado.

Y entonces veía a las personas grandes, los mayores, los que ya habían pasado por donde yo estaba transitando; su actitud más que sorprenderme me irritaba, me alarmaba, me atemorizaba. No comprendía por qué no galopaban, el tiempo se les acababa y no se daban cuenta.

No podía comprender la razón de la lentitud, del caminar tranquilo, del observar las flores. Eso se entiende en el presente. No podía compartir la conversación tranquila, sin planes, sin metas, sin un “para qué” detrás. Esas conversaciones sólo suceden en el presente.

Sabía poco entonces que la sabiduría nace en el momento en que podemos sentir que la vida se hace minuto a minuto, que lo demás son o recuerdos o planes, y que ninguno de ellos es ladrillo del momento actual. Y con la sabiduría de reconocer y observar atentamente el momento presente, como quien tiene la bola de arcilla fría y húmeda en sus manos, y sabe que está creando el ladrillito del hoy, viene el regalo de la pausa. Viene el disfrute del respiro, del aroma a pasto, del color del cielo que no siempre es azul o negro, el disfrute del sabor amargo en boca del cacao. 

Con la sabiduría del presente viene la vida, porque los respiros de ayer ya los hicimos, y los de mañana no los haremos todavía o podrían nunca llegar, pero los de hoy, son nuestros. El aire que entra en mis pulmones mientras tecleo es mío, no fue ni será, es; y cada respiro tiene una nueva cadencia que expande más o menos este cuerpo que está aquí sentado sintiendo las teclas tibias de mi teclado blanco, dejando que las notas del violón de fondo se crucen en mis sentidos haciendo que pueda percibir un sabor a caramelo en mi boca que no viene de ningún otro lado sino de la increíble e inigualable sinestesia. 

La sinestesia, sólo existe en el presente. Los sentidos no se dan la mano en el pasado ni en el futuro, se dan la mano de maneras sorprendentes en el aquí y ahora. 

Qué la sinestesia te atropelle, presente.    

Alejandra Ruíz Gómez
Mayo, 2020
Bogotá, Colombia

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