Vergüenza—Shame—es la palabra que ha estado resonando en mi ser por estos días.
Un poco porque a través de confrontarme con esta palabra, he ido entendiendo que una de las razones fundamentales por las cuales no he mostrado abiertamente mi talento escritor al mundo es porque me siento avergonzada. Siento miedo de ser juzgada como mala… siento miedo de ser rechazada. Es un juego que me hace mi cabeza, que me dice en lo secreto: pero si usted ha sido súper exitosa y ni gracias a eso la miraron realmente… ahora, haciendo esto que no sabe hacer porque nunca lo ha hecho (publicar libros, mi nueva apuesta), va a hacer el oso de la vida. ¡Qué vergüenza!
¡Cállate! parte de mí que me habla así, ¡cállate! Ya es hora, ya es hora de dejar el miedo… de ver con lupa esta vergüenza, de poner mi pensamiento completo allá afuera y aceptar con amor hacia mí misma sobre todo, que hay simpatizantes y detractores SIEMPRE. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que nadie lo vea. Que nadie se interese. Pero… esto ya está pasando, ¿entonces? Cuántas emociones revueltas en mi cabeza por estos días, tantas pero tantas con respecto a estos frenos que no me dejan dar los pasos que quisiera dar.
Pero la vergüenza no es algo que cargamos solamente con las creaciones potenciales de las que somos capaces, la vergüenza está presente de manera permanente hasta en nuestro propio cuerpo.
Para no ir más lejos, lo que sucedió ayer mientras hacía ejercicio. Hago ejercicio en mi casa, una práctica que se llama los 5 tibetanos. Una serie de ejercicios milenarios que dicen alargar la vida y su calidad, y además ayudan a balancear la energía vital. Luego hago varios estiramientos, sobre todo de las piernas porque la última novedad en temas de salud es un espolón calcáneo en mi pie izquierdo (el lado vinculado con lo masculino, con el yang… ¡ah cosa curiosa!), y los ejercicios de estiramiento ayudan a disminuir el dolor.
Estando en esta actividad, en un momento mientras me doblaba estirando las piernas hacia adelante y tocando las puntas de mis pies, miré hacia el centro. No filosóficamente, sino literalmente. Miré hacia mi barriga. Muchas veces me había sucedido que la veía y me sentía incómoda, con una necesidad imperativa de cubrirla, controlarla, esconderla. Como si escondiéndola dejara de existir. Esa barriga fofa, marcada de cantidades innumerables de estrías, con varios puntos de celulitis y su inconfundible característica de estar partida en dos: un bultito a la derecha y otra a la izquierda.
Innumerables veces he tratado de ignorarla, me he sentido disgustada si aparece entre mi pareja y yo en la intimidad. Me ha distraído muchas veces porque no quiero verla pero ella vuelve y me llama la atención, haciéndome perder el foco. No hay nada que veamos más que aquello que nos resistimos a ver. “Lo que resistes persiste”, bien lo aprendí hace años con el maestro Sri Sri Ravi Shankar.
Pero esta vez fue diferente. Ella hizo lo de siempre, aparecer ante mis ojos en un momento en que claramente no quería verla, porque me haría distraer y yo buscaría la manera más rápida y reactiva para esconderla. Esta vez fue diferente. Me di la oportunidad de verla. Me paré a observarla detalladamente, no como una parte que debo aceptar y cargar con resignación, sino como una parte importante de mi ser. La observé con sus tonalidades oscuras y claras, con sus venas azules y violáceas. La observe con los dedos y sentí sus surcos, con sus valles, como caminos antiguos que se entrecruzan unos con otros. Y mientras la observaba le pedía disculpas, por querer ignorarla en lugar de agradecerle. Por querer esconderla en lugar de mostrarla con orgullo. Y en ese momento de reconciliación me dieron ganas de abrazarla, sí, ¡a mi panza! Y la abracé, con los dos brazos, fuertemente. Y mientras la abrazaba me daba cuenta que me estaba abrazando a mí, toda. Que estaba abrazando la parte de mi que más regalos me ha dado en la vida.
Mientras la abrazaba le agradecía por su capacidad para nutrir la creación. Porque fue ella quien permitió que hoy existieran mis hijos, porque gracias a ella, ellos son. Gracias a mi panza cuarteada, blandita y voluptuosa, ellos son.
Y mientras pensaba esto, más la abrazaba. Más me abrazaba. Y lloramos juntas, mi panza y yo. Lloramos mientras nos reconciliábamos y yo le prometía que no volvería a dejarme intoxicar por lo que dice el mundo de ella. Lloramos mientras caíamos en cuenta que en lugar de tratar de esconderla, de no verla, de ignorarla, debería “lucirla”.
Un poco como las canas, que en lugar de ser vistas como falta de vida, deberían ser vistas como posesión de sabiduría. Y mientras entrábamos en este terreno de las analogías, mi panza abrazada y yo comenzamos a reír mientras llorábamos, imaginando qué sería de nosotras si el mundo se dedicara a enviar más mensajes como estos, donde panzas como la mía, madre de dos hijos, fueran publicadas en los carteles de las grandes ciudades, mostradas como grandes ejemplos en los “reels” de los social… ¿qué tipo de sociedad tendríamos si se hablara de nuestras panzas con la verdad y no con la utopía? Si se vieran con respeto, admiración y poseedoras de sabiduría, así como las fotos de los ancianos sabios… nuestras panzas son dignas de exaltación, porque gracias a ellas la vida humana sigue, porque gracias a ellas la vida humana es posible, porque sus “arrugas” son signo de batallas, su inflamación una huella permanente de sus luchas, un testimonio del camino andado; signo de sabiduría y la más alta capacidad creativa de la especie.
Mi panza, es mi centro de la creación. Es mía. Es digna de mi amor y le estoy inmensamente agradecida por ser como es hoy, y recordarme con sus peculiares formas, de qué somos capaces las mujeres. La vergüenza no podrá impedir que siga abrazando mi panza, que siga viendo su lado amable, su lado poderoso… la vergüenza no logrará detener mi apuesta por mostrar aquello que puedo crear, con mi panza, con mis manos o con mi cabeza. La vergüenza, esa que nos ha obligado a encerrarnos en tantos lugares, está sobre valorada y ya es hora de que a la que dejemos encerrada, sea a ella.
Alejandra Ruíz Gómez
Merano, Italia
Mayo 9 2024
Maravillosa reflexión! No hay mayor crítico que nosotras mismas… somos inclementes con nosotras mismas…tan influenciadas por los prototipos de belleza impuestos en la primera parte del Siglo XXI. Gracias por estas palabras 🫶🏻