El tamaño es algo que puede engañarnos muchas veces. Por ejemplo, cuando vemos la manzana más grande asumimos que será también la más dulce y esto no todas las veces es cierto. Así como no fue cierto todo lo que se decía acerca de los gatos gigantes de Salomé.

En una casa de tres pisos, en un pueblito pequeñito, sobre la parte más alta de una montaña, en un lugar de la tierra donde siempre es primavera, vivía una niña llamada Salomé. Era una niña muy, muy especial, pero este cuento no se trata de ella, se trata más bien de sus gatos. Desde el inicio de su vida sus dos gatos estuvieron siempre a su lado, uno negro y otro… 

– ¿Blanco?

– No, blanco no. Era gris.

Dos gatos llenos de amor, de pelos y juegos. Pero las personas del pueblo no opinaban lo mismo, pues consideraban un peligro que una niña tan joven estuviera en contacto con estos animales, sobre todo por un asunto que saltaba a la vista: no eran gatos normales: eran gatos gigantes. Tan grandes que la huella de una de sus patas podía perfectamente ser el doble o el triple de la huella de los pies de la niña. El color tampoco les ayudaba, y seguramente las cosas habrían sido diferentes si sus pelos hubieran sido de color miel y…

– ¿Blanco?

– Sí, ahora sí: blanco.

Porque el temor de la gente del pueblo aumentaba aún más cuando pensaban en el gato negro. ¡Ah!, ese sí era un tema de conversación de horas enteras, lleno de malos presagios y toda suerte de advertencias sobre los riesgos inminentes que corría la pequeña al vivir con esos gatos gigantes. Gigantes y oscuros… “Si al menos el otro fuera blanco”, repetían y repetían. 

Para Salomé era muy diferente. Para ella sus gatos no eran gigantes. Eran sus gatos y punto. Los había visto nacer, crecer, aprender a saltar, y a decir verdad nunca se había interesado mucho por calificativos tan extremos como gigante o enano, malo o bueno, dulce o amargo. Salomé simplemente disfrutaba al observarlos, se dejaba cuidar y lamer y escuchaba atenta y feliz sus maullidos. 

Observándolos, durante horas, fue que se dio cuenta de que curiosamente intentaban siempre entrar en lugares en los que no cabían. Como cuando quisieron entrar juntos en la caja de cartón en la que mamá guarda cada año los adornos navideños. ¡Una cajita en la que a duras penas les cabía la cabeza! Ese día Salomé entendió que no podían ser gigantes (o al menos no lo sabían), pues si lo fueran, en lugar de intentar entrar en la cajita, intentarían pisotearla y aplastarla con sus grandes patotas. 

Y entonces se dedicó a hacer lo que hacen los pequeños…

– ¿Jugar?

– Casi, casi. Observar.

A los pequeños les fascina observar y observar para entender el mundo que los rodea. En su caso, Salomé observaba y observaba para confirmar si lo que decían en el pueblo era cierto y sus gatos eran de verdad amenaza para ella y para otros como ella.

Comenzó con el negro, quien según sus vecinos era el más peligroso y amenazante. Lo observó sentarse en la parte más alta de la casa por donde todos los días a la misma hora pasaban las palomas y las golondrinas. Pensó que lo vería asechando las aves para luego saltar y agarrarlas con su boca o sus patas. Si era un gigante no tendría problema para atrapar de a dos o tres en cada salto. Pero no, lo que vio fue diferente, y el negro gato no atrapó dos o tres aves con cada pata, sino…

– ¿Cuatro?

– No, ninguna. Cero pollitos. 

No atrapó ninguna porque al ver pasar las aves, se llenaba de miedo con su aleteo y se agachaba lo más que podía sobre su taburete de madera mientras esperaba, como rezando, que ellas no lo vieran. Parecía, observó la niña, que lo que le gustaba era mirarlas: mirarlas y admirarlas. Se sentaba por horas a verlas pasar, como hacen los niños con los aviones, pero cuando se acercaban volvía a encogerse, muy asustado, haciendo todo lo posible para que no lo vieran. A Salomé le pareció que si algo se podía decir del gato no era precisamente que fuera un gato gigante, sino más bien un gato cobarde… ¿o acaso es que era un gato muy tímido? Para saberlo, Salomé necesitaría muchas más horas de observación cuidadosa. 

A la semana siguiente fue el turno de observar al gato gris.  Como era el más viejo de los dos, caminaba más lento por la casa, lo que hacía que Salomé se aburriera de perseguirlo, pues era como ir detrás de alguien en cámara lenta. Una tarde después de caminar en fila india detrás del gris gato, Salomé se sentó en las escaleras que llevan al comedor, desde donde podía ver un mueble con un espejo de esos que van de los pies a la cabeza y desde donde fue testigo de un comportamiento muy extraño: el gatote gris se asomaba con cautela en el espejo y, apenas aparecía su reflejo, se tendía en el piso, como desmayado, en la postura que usan los animales para contarle a los animales más grandes que se rinden. Lo vio hacer esto repetidas veces, hasta que muy asustado por su propio reflejo salió corriendo escaleras arriba a esconderse detrás de las cortinas. 

Esto confirmaba una de sus teorías: si los gatos eran de verdad gigantes, ellos no sabían nada, absolutamente nada, al respecto; ¿Cómo podría un gato gigante asustarse con su propio reflejo de gato gigante si sabía que él mismo era fuerte y gigante? Todo se empezó a enredar, pero Salomé siguió investigando, pues a diferencia de muchos adultos, la curiosidad de los niños no se apaga tan fácilmente.  

Al subir las escaleras y mientras pensaba todas estas cosas, los vio ahí, a sus dos gatos perfectamente escondidos (según ellos) detrás de la cortina. Esta escena fue la confirmación final: cada gato ocultaba tras la cortina apenas…

– ¿La cola?

– No, su cabeza…

Su cabeza y una parte de sus patas delanteras, más de medio gato de cada gato quedaba por fuera de la cortina. Pero ellos, inmóviles, estaban convencidos de que nadie los veía. 

Así que Salomé, satisfecha con la misión, concluyó su investigación escribiendo en una cartulina grande, que luego pegó en su ventana para ser vista por todo el pueblo:

“Mis gatos no son gigantes, porque ellos no se sienten gigantes y eso es suficiente para no verlos así”

La apariencia es simplemente una envoltura, que se ve de diferentes colores según el punto de vista. Sólo con el corazón podremos ampliar la mirada para ver a todos como son y no como parecen ser. 

Alejandra Ruíz Gómez
Enero de 2022
Bogotá, Colombia

NOTA: este cuento fue escrito para y publicado en audio cuento por Cuéntame (Unimos a las personas a través de las historias. ❤️ 🎧📚Creamos audio cuentos para acompañar a las familias en su rutina de ir a dormir)

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