No tengo mucha fluidez el día de hoy. Podría intentar un ejercicio para activarla… pero no se me ocurre nada. Falso, se me ocurren muchos — mal haría en decir que no, con tantas técnicas de fluidez que mis años de hacer entrenamientos en creatividad me han enseñado—pero no tengo ganas de usarlos, no hoy.
El cursor parpadea y me mira. Ya pasó más de un minuto o dos en las mismas. Yo lo miro, el me mira, cada vez más grande, más lento, más desafiante.
¿Cuánto tiempo seguido podrá un escritor quedarse mirando fijamente el cursor que titila en la pantalla?
Es una sensación bien particular, porque el cursor está ahí haciendo lo suyo, lo que siempre hace y uno lo ignora la mayoría del tiempo. Pero cuando uno deja de hacer lo que siempre hace uno (escribir), se fija en el cursor.
Mejor dicho: cuando uno está escribiendo de corrido (como hago yo en este momento), uno casi ni se fija en el cursor porque lo que llama la atención del ojo son las letras que van apareciendo y se convierten en palabras, frases y párrafos a la velocidad del tecleo. El cursor poco a nada de protagonismo tiene, más que el de actuar como una cortinilla que permite que cada letra salga al escenario en el orden que quien escribe determine la salida.
Pero cuando el flujo de inspiración- tecleo termina, en ese momento crucial es cuando el cursor cobra una relevancia aterradora. Casi se convierte en el dueño y señor del papel virtual ante nuestros ojos. Se agranda y se achica en un palpitar incesante que hace imposible el ignorarlo… es como un dedo índice que te golpea en el hombro intentando con insistencia decirte algo, llamar tu atención.
Y sabes perfectamente lo que te quiere decir, sabes perfectamente que no te hará una pregunta amable, o te pedirá indicaciones para encontrar una dirección; te dirá en su manera silenciosa de hablar: “estoy esperando, no me hagas perder el tiempo aquí… ¡escribe!”. Y eso en sus buenos días. En los días más secos de inspiración ese fragmento de línea, que durante la exaltación de la fase creativa es insignificante, se convierte en un gigante aplastador que pareciera expandirse por la hoja blanca y titilar cada vez más lento, diciendo de manera cada vez más enfática: “¿por cuánto más me va a hacer perder el tiempo? Ya es suficiente, ¡ríndase que usted no nació para esto! Qué ridículo ahí sentado… no va a salir nada hoy; váyase”
Una rayita digital de no más de cinco milímetros de altura y a duras penas un milímetro de espesor, se convierte en una situación dada, en un monstruo temible que puede devorar escritores a diestra y siniestra, ocupar el espacio de una hoja entera, de una mañana entera, de una semana entera, de una vida entera y anular completamente el poder de creación de quien la observa titilar, y sobre todo de quien la escucha blasfemar por falta de agilidad en la inspiración escrita.
Pero siempre hay una opción, como con todo en la vida, se puede decidir qué se escucha y que no. Todo se oye, claro, no podemos evitar oír los insultos, los reproches, las palabras mal intencionadas que nos dirigen a una distancia menor a cincuenta centímetros de nuestra cara. Pero podemos decidir no “escuchar”, no permitir que eso que oímos penetre nuestra mente y nuestro espíritu, y darle la vuelta.
Darle la vuelta como acabo de hacer en estas líneas: mi cursor titilaba, y comenzaba a decirme cosas que no son ciertas, entonces decidí en lugar de escuchar oír, oír y contar la historia de lo que estaba oyendo; y mientras contaba la historia de cómo el intentaba silenciarme y asustarme, lo iba silenciando poco a poco, lo iba relegando a su función más noble: la de ser cortinilla para mis palabras.
Cada uno de nosotros decide qué hacer con lo que llega a sus oídos, no podemos evitar que llegue, pero sí podemos transformar lo que ese contenido hace dentro de nosotros, y lo que con eso proyectamos hacia el mundo.
Hoy decidí no asustarme con mi cursor y funcionó. ¿Qué otros cursores en tu vida tienes que dejar de escuchar así los oigas todos los días?
ALEJANDRA RUÍZ GÓMEZ Bogotá, Colombia Octubre 2021