De cierta manera la realidad actual nos está obligando a ser seres más integrados. Sí, integrados y no integrales, me explico.
Antes de que todas nuestras máscaras quedaran recluidas en cuatro paredes, podíamos ponernos una a la vez y en el lugar “apropiado”, y les doy un ejemplo teniendo en cuenta sólo la variable indumentaria: la corbata para la oficina, la pantalonteta para los domingos, la “pinta” para la fiesta, la ropa de casa… para la casa, y así. Si a esto le sumamos que detrás de cada vestimenta viene adherida una actitud, una gesticulación, un jerga particular, una emocionalidad específica, tenemos la máscara en su expresión completa.
Así eran las cosas para la mayoría de humanos en el mundo entero, hasta hace unos pocos días: cada máscara en su lugar y un lugar para cada máscara.
Ahora, no hay tal. La casa es el lugar donde suceden todas las interacciones que antes estaban tan bien ordenaditas y separadas. La mesa del comedor está en un minuto llena de platos sucios y dos minutos después está siendo testigo de una llamada grupal de 10 personas hablando de temas de trabajo. Dos horas después se deleita escuchando conversaciones de niños o jóvenes que intentan mantener la sensación de salón de clase en el espacio virtual.
La pantaloneta se combina con las corbatas sin que a nadie le moleste. ¡Qué digo!, estoy convencida que las corbatas están guardadas y muy probablemente no volverán a salir de allí. Corriendo con al misma suerte que los tacones… aunque estos tienen más probabilidad de seguir presentes en la nueva realidad.
Nuestras máscaras están confundidas porque ya no saben en qué terreno jugar. La máscara del ejecutivo de alto nivel se ve improvisamente interrumpida por la mascara del padre juguetón en el mismo espacio-tiempo virtual de una llamada de trabajo. La máscara del profesor cuchilla universitario, se transfigura ante la máscara del hijo que es llamado de manera muy dulce a compartir la mesa con sus padres. La máscara del experto se pliega para dar espacio a la máscara del día a día, del cocinero, del que debe limpiar sus baños, del que debe tender camas, lavar ropa y hacer todo lo demás que nunca había tenido que hacer.
Las cosas que dábamos por sentado se convirtieron en tareas de primera necesidad no delegables ni aplazables.
Y en este baile de máscaras fusionadas, lo mejor que podemos hacer es no resistirnos: ¡dejemos que se mezclen! Abracemos nuestra humanidad integrada, ya estuvo bueno de estar fraccionados. Ya no aplica ponerse el “traje” de trabajo y ser uno aquí y otro allá. Ya no aplica hacerse el fuerte ante el equipo de trabajo, ni ser rígido aquí y blandito allá. Porque lo que más te grita esta nueva realidad es coherencia. Sobre todo si tienes hijos. ¿Se imaginan al padre dulce, alcahueta y juguetón, tratando de aparecer rudo, serio y seco con sus colaboradores mientras su hijo lo observa o lo escucha en la habitación contigua? Insostenible; pero no por la situación actual, por la naturaleza de la coherencia.
Más que cualquier cosa estos días del virus, de la pandemia, nos piden a gritos tener claro quiénes somos y qué queremos. Nuestros días nos están pidiendo a gritos que nos miremos al espejo, y que seamos auténticos. Que botemos a la basura las máscaras que no nos gustan. Qué resaltemos y valoremos aquellas que nos dan orgullo y sobre todo que las aceptemos, las nuestras y las de los otros.
Somos humanos, todos. Con realidades más allá de lo profesional o de lo social. Y esa humanidad nos da un color diferente a todos, dejemos que se vean nuestros colores mezclados.
Este es el momento.
Alejandra Ruíz Gómez Bogotá Abril 3 de 2020
Super!!!! Me encanta…..
Gracias Aleita, me encanta que escribas y puedas traducir en palabras muchos sentimiento que otros sentimos
Nuestras máscaras nos están pidiendo que por fin las pintemos de propósito y sentido, que las dejemos acompañarnos como un adorno particular y no como la pretensión de lo que “somos” pero a la vez no.
Divino! me encanta!