Esta es la historia de un mago que fue siempre mago sin saberlo, que hacía magia sin varitas y que también algunas veces era magia sin querer serlo.
Hay personas que con la manera de conectarse con los otros logran sacarles brillo a sus ojos, pero hay otras personas (muy pocas realmente) que con esta misma interacción transmutan el color que tenemos en el alma; es un proceso más cromático y más duradero que el simple brillo superficial de un lustra-ojos.
Este mago trabajaba como bien lo decía siempre, aunque pareciera en broma: “como un restaurador de telarañas”. Silencioso, concentrado, enfocado en la titánica tarea que nadie pudo verdaderamente comprender: la tarea de transmutar a las personas en colores.
Cuando lo conocí yo casi ni me di cuenta en qué momento pasé a ser un amarillo brillante, brillante, dejando atrás el monocromo en el que venía pincelada en esa etapa de la vida. Y desde entonces jamás volví a ser persona, sino amarillo brillante y algunas veces rojo fresa y otras pocas azul clarito como jardinera de niña de pre-escolar.
Lo vi muchas veces ejercer su arte de una manera serena, como quien no quiere la cosa, y sospecho que era este un don que cargaba consigo sin haberlo pedido, como esos dones bonitos que a veces nos acompañan y son muy difíciles de aprender a manejar porque son tan poderosos, que nos asustan.
Y compartiendo sus pasos durante un poco más de dos paquetes y medio de mil días cada uno, pude presenciar como un incrédulo se coloreaba de verde posibilidad, al mismo tiempo que una amargada se transformaba en un cremoso y dulce caramelo, vi un frustrado convertirse en un creativísimo magenta, y a un criticón volverse un perfecto blanco complementario. Vi también, y desde una distancia muy cercana, como un introvertido se transformaba en naranja contagioso, la transición de una insegura que se tornaba azul guerrero intenso y el teñido difícil (casi en autoclave) de un resignado, que se convirtió en rojo pasión permanente.
Y pude observar igual algunos otros grises (pocos!), palidecer medianamente y luego permanecer igual, grises: hay humanos que no creen en la magia, a esos es bien difícil colorearlos.
Este mago era realmente particular, y ahora que lo pienso en retrospectiva, no podría decir claramente que color era él, aunque sin duda alguna era color y no persona.
Tenía también la capacidad asombrosa de transformarse instantáneamente en niño cuando así lo deseara. A veces pienso que tal vez era al revés: se transformaba en adulto de vez en cuando pero como siempre vemos lo que queremos ver y no lo que es, pensábamos los que lo conocimos, que él era el mayor.
Era él un color muy juguetón, eso si es seguro; y así como en un sueño, aprovechaba cualquier portal mágico que lo llevara a otra dimensión no sin antes transformarse en niño, asegurarse de haberse puesto un bigote de juguete y voltearse con un gesto que inevitablemente (y sin falta) hacía reír a quienes estuvieran al alcance de tremenda escena.
No podría llegar a contabilizar con certeza cuántos colores transmutó, pero con seguridad la cifra asciende a más de cinco veces diez mil. Una titánica labor para un mago que nunca se creyó tal y más bien siempre tuvo la actitud del eterno aprendiz de mago que se muestra seguro, pero sabe que tiene aún mucho que aprender.
Un buen día y sin siquiera dar aviso, como suelen hacer los magos siempre sorprendiendo a su audiencia, observó detenidamente a su alrededor, y viendo tantos colores en lugar de personas dio por cumplida su misión y se transformó en un arcoíris, grande, brillante, de curvatura amplia, de esos que parecen de mentiras pero son ciertos.
Ahora este arcoíris permanece siempre visible para todos aquellos colores que, como yo, antes tuvimos dos ojos.
Alejandra Ruíz Gómez
Julio 2017
Monza, Italia